jueves, 6 de septiembre de 2007

LABERINTO


La brisa marina envolvía su cuerpo, dejando en sus labios un leve gusto salino. Su mirada estaba fija en dos niños pequeños que jugaban con las olas y, cada vez que la espuma quería alcanzarles y mojar sus diminutos pies, gritaban y corrían a refugiarse en los brazos fuertes de su padre o en los brazos tiernos de su madre.
Se acomodó en la delgada arena, que era alcanzada cada noche por la subida del Pacífico y, entrelazando sus piernas dio un suspiro que salió de lo más profundo de su ser.
Era la primera semana del mes diciembre. Había ido a la playa para descansar, concentrarse para la PSU y, ordenar sus confundidos sentimientos. Aún no comenzaba la época de playas, bañistas y hermosas niñas tendidas sobre una toalla buscando un bronceado o paseándose en diminutos trajes de baño por los jardines de la costanera reñaquina.
Sus sentimientos eran confusos. Sentía pena al ver esa familia feliz y mucha rabia porque su pololeo había tenido un inesperado final causado por sus temores, celos y desconfianzas.
Con sus manos alcanzó sus tobillos, para relajar su cuerpo que lo sentía tenso. En su estómago se había encendido un fuego que lo sentía subir hasta la entrada de su garganta y luego bajar hasta el centro de su vientre.
Estaba mal. Confundido. Enrabiado. Apenado. Fue tan tonta la discusión que, cada vez que la recordaba, le invadía un sentimiento de culpa por el inesperado término de su pololeo
Unas lágrimas se asomaron por sus almendrados ojos de color café claro, como queriendo tomar tribuna y esperar los pocos minutos que restaban para que el sol traspusiera el horizonte. No pudieron contra la fuerza de gravedad y se deslizaron por sus mejillas, deteniéndose muy debilitadas y confundidas con la brisa marina en su mentón.
Volvió a fijar la mirada en la familia que gozaba de la tranquilidad de la puesta del sol y de la playa que, en un par de semanas más, estaría colmada de bañistas, peleándose y cuidando su metro cuadrado para exponer su cuerpo a los rayos solares hasta que su piel acusara los estragos de éstos, con el típico color rojizo.
Sintió el ring de su celular. Observó el visor. Reconoció el número del celular de su papá que lo llamaba. No quiso contestar. Se sentía sin madre ni padre. Claudia había llenado un vacío en su vida. Sus padres se habían separado cuando era pequeño y su sueño, que ellos se volvieran a juntar, ya lo había desechado hace tiempo.
Pensaba que pronto tendría que pasar otra navidad y año nuevo sin sus padres. Eran fechas fuertes que lo deprimían y que le costaba celebrarlas sin ellos unidos. En ocasiones, sentía rabia contra su mamá porque lo había utilizado como trofeo cuando se separó de su papá y, ahora sentía que lo había dejado un poco de lado. Claudia llenaba ese vacío y le subía el ánimo. Se sentía acompañado.
Una cosa importante había logrado con Claudia: vencer la desconfianza frente a las promesas de una mujer. Había vencido los celos y el temor que, cuando se separaran por unos días, ella lo traicionara. Le había ayudado a vencer en parte esa desconfianza y, con ella había experimentado ser hombre. Sentía un compromiso más estrecho y fuerte causado por esas relaciones íntimas, nerviosas, apuradas y a escondidas.
Se había cansado de tener una y otra polola. Quería tener una relación estable, pero el temor a ser rechazado o que le dijeran “hasta aquí llegamos” era una inseguridad y miedo que le angustiaba..
Estaba consciente que no se había liberado del fantasma y trauma de la separación de sus padres. Se lo habían dicho en varias ocasiones sus amigos más cercanos y Luisa Alejandra, su penúltima y fugaz pareja.
Volvió a sonar su celular. Su papá insistía en conversar con él. Respondió la llamada, le invitaba a pasar el fin de semana en su casa. Se comprometió en viajar el viernes al mediodía. Quería recuperar el tiempo perdido con su papá, confiarle su pena. Tenía seguridad que él le comprendería y le diría palabras sabias.
Se levantó con la resolución de seguir sus consejos; conversar con un sicólogo para superar esa inseguridad y lograr al fin una relación estable y feliz con una mujer.
La familia que jugaba en la orilla de la playa ya se había marchado.
Después de limpiar con ambas manos, en forma mecánica, la posible arena que tenía en la parte posterior de su jeans, se dijo en voz alta mientras seguía con la vista el vuelo de una gaviota: la vida es como un laberinto que nos hace perder la esperanza al no encontrar la salida. Todos los laberintos tienen una salida. Estoy seguro que la encontraré. Ese día seré libre y podré volar como esa gaviota.
El sol ya había traspuesto la línea del horizonte y dibujaba colores anaranjados en el azulado cielo y en las dispersas nubes.
Arriba, en las escalinatas que conducían al paseo costero reñaquino, le esperaba Claudia con una nerviosa y ansiosa sonrisa dibujada en los labios Sin ocultar su extrañeza y felicidad, al abrazarla, pudo ver en sus verdes ojos, los colores anaranjados de la puesta de sol. Ella le susurró al oído: Hace poco me llamó tu papá. Nos espera este fin de semana en su casa.Caminaron juntos de regreso, en silencio. Él, con la seguridad que su papá sabría indicarle la salida del Laberinto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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